Obra «el bufón de Sebastián de Morra», Velázquez, 1644, óleo sobre lienzo, 106 x 81 cms, Museo del Prado.
Este retrato es sin duda uno de los más hermosos de Velázquez y su autenticidad no es discutida. La belleza de sus tonos dorados y rojos, de los blancos, verdes y pardos, lo hace comparable con las mejores efigies principescas de la última década.
En una primera época, el enano estuvo al servicio del cardenal infante don Fernando de Austria en Flandes.
A la muerte de su señor, pensó volver a España, su país, y en 1643 entró al servicio del príncipe Baltasar Carlos, que lo apreciaba tanto que le legó en su testamento un espadín plateado con tahalí (pieza de cuero que va sujeta al cinturón y sirve para sostener la vaina de un puñal, cuchillo, etc), espada y daga, además de dos veneras (insignias que los caballeros de las órdenes militares llevaban colgada al pecho) con la flor de lis ynun cuchillo.
Es muy probable que, dada la afición a la caza que el príncipe demostraba desde la infancia, el enano le acompañase en sus cacerías, motivo por el cual le legó tal armamento.
Por lo demás, el traje es de paño verde, como el que le regalaron los duques a Sancho Panza en el «Quijote». Don Sebastián lleva encima del traje una ropilla de púrpura y oro digna de un príncipe, probablemente regalo de su segundo señor.
Cuello y puños son de sutil encaje de Flandes, que la regla de austeridad prohibía a los caballeros. Pero Morra gozaba del favor del príncipe y era por ello algo más. El enano murió en octubre de 1649.
El rostro de Morra tiene una expresión triste, severa y profunda, de hombre adulto, que no concuerda con la pequeñez de las piernas, que Velázquez ha pintado proyectadas hacia delante, en escorzo, con las suelas de los zapatos en primer plano, que acentúan el carácter del personaje, como de muñeco desarticulado, pero atenúa la penosa sensación del patizambo de pie.
Don Sebastián observa al espectador con una mirada intensa desde el marco negro de su flequillo bien peinado, su bigote rizado y su poblada perilla. Las manos dobladas hacia dentro, como muñones, nos conmueven.
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