1679-1675, óleo sobre lienzo, 122 x 107 cms, National Gallery de Londres.
Comentario de la obra «Autorretrato de Murillo»
Este autorretrato es, junto con otro pintado en edad más juvenil y hoy en una colección privada americana, el único que poseemos de Murillo. Su carácter profundamente religioso y su soledad durante gran parte de su vida no debieron de impulsarlo a inmortalizarse.
Fueron sus hijos quienes se lo pidieron, como recoge la inscripción latina de la cartela. La composición es atrevida y en cierto sentido desconcertante.
De acuerdo con la tradición retratística flamenca y holandesa, que ya empleara para retratar a su amigo Nicolás de Ozamur, el pintor aparece enmarcado en un óvalo escultórico, debajo del cual, apoyados sobre un parapeto, se representan los rudimentos de su arte, a un lado la paleta y los pinceles y al otro un dibujo medio enrollado, un lápiz denominado sanguina, una regla y un compás.
Hasta aquí representa el esquema barroco del «cuadro dentro del cuadro», pero va mucho más lejos, ya que Murillo saca la mano del espacio pintado para asir el marco. Cobra de esta forma el mismo sentido tridimensional de los objetos antes citados y pasa a convertirse en una figura real de medio cuerpo.
Es obvio que el artista ha recurrido al trampantojo como medio de demostrar no sólo la maestría de su arte, sino la capacidad de la pintura de crear ilusiones. En la pintura española del siglo XVII, que se diferenciaba de la italiana en que no era considerada arte liberal, pocos son los artistas que utilizan su obra para hacer apología de su oficio.
El ejemplo más conocido es el de Velázquez, que se autorretrata en presencia de la familia real en «Las meninas«. Este autorretrato de Murillo persigue seguramente el mismo objetivo, dignificar la pintura y demostrar el rango adquirido por los artistas españoles de su siglo. Se deduce de la pintura que la edad del retratado debe rondar los cincuenta años; su mirada es inteligente y circunspecta, con una nota de melancolía y de cansancio.
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