E 1 carácter humano y la identidad de la ejecutoria de sir Joshua Reynolds son esenciales para conocer la segunda mitad del siglo XVIII en Inglaterra, no sólo por el testimonio que suponen sus creaciones pictóricas, sino también por el rico anecdotario de su bien estudiada peripecia biográfica que se desarrolló durante los reinados de Jorge II (1727-1760) y Jorge III (1760- 1820).
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Las innovaciones de Joshua Reynolds
Su producción artística fue muy numerosa y se ha conservado hasta nuestros días, pero el hecho de que casi todas sus obras sean conocidas -las excelentes, las relativamente buenas, las dignas, y las mediocres- (la inspiración del autor, la intervención más o menos amplia del taller y el estado de conservación, en más ocasiones de las aceptables, penoso, definen tales categorías cualitativas), ha perjudicado su calificación y contribuido a emborronar algo el panorama brillante de su vida y oficio ante la posteridad.
Pintor e historiador según se analicen sus cuadros o sus discursos en la Royal Academy, de la que fue primer presidente- fue extraordinariamente polifacético; la idea, perpetuamente expresada, de su sola dedicación al retrato es equivocada, no en vano llevó a cabo bastantes asuntos heroicos, poéticos e incluso, aunque en menor medida, religiosos, atraído siempre por la «gran pintura» europea que se hacía al otro lado del Canal.
Hay que valorar su importancia como creador y como impulsor de ideas renovadoras en la propia formulación de la pintura, puesto que unió a su papel de incansable pintor en la práctica el de afinado propugnador de teorías estéticas.
Amigo de escritores, actores de teatro, científicos y políticos -entre sus íntimos estuvieron Burke, Johnson, Garrick, Goldsmith y también fue conocido de Horace Walpole-, retratista de celebridades de esos ambientes, de la burguesía, la aristocracia y la realeza, profesor y entendido en el arte antiguo y el coetáneo, fue una de las figuras centrales del mundo cultural británico de su tiempo y el más destacado guía intelectual de aquel fértil período de la pintura inglesa a la que tanto aportó, cooperando en su dignificación e iluminando a otros muchos que la practicaron y abriéndoles una senda de prestigio artístico y social que nunca se cerraría.
Al igual que resulta imposible reconstruir la época culminante de Carlos I sin referirse a las imágenes de Van Dyck, ni ahondar en los años siguientes, desde la Restauración de 1660 hasta el comienzo de la casa de Hannover, sin apelar a la ejecutoria de Lely y Kneller, únicamente se puede conseguir una idea completa de aquellas décadas espléndidas considerando la impronta de Reynolds, quien manejó los pinceles al servicio de un mundo británico en plenitud, poblado por gentes de elevada condición y superior talento -aristócratas, militares, marinos, actores, músicos, gobernadores, literatos, abogados, políticos, médicos, eclesiásticos, comerciantes o funcionarios-, muchas de cuyas quedaron plasmadas sobre el lienzo merced a la inspiración de su genio y el virtuosismo de su oficio.
Continuador de Hogarth y Ramsay en lo concerniente a apertura y modernización de la pintura británica, Reynolds apareció en el momento oportuno para penetrar con acierto y solidez por aquella brecha abierta en el muro de las tradiciones inveteradas, agrandándola hasta convertirla en el grandioso pórtico de ingreso del nuevo edificio que desde entonces será esta escuela.
No obstante tales precisiones, su compleja personalidad no es fácil de determinar sin un análisis pormenorizado, puesto que el hombre se ocultaba detrás de la máscara que él mismo creó.
Fue de singular frialdad y sobria cortesía en el trato, de carácter complicado y evasiva franqueza con un deje de aristocrático distanciamiento, tal vez todo impuesto por su aislamiento.
Sin embargo, se supo relacionar cómodamente con la sociedad y tanto su formación cultural como sus calculadas maneras le franquearon todo género de puertas, aureolando su porte de un nimbo de estudiada lejanía, lo que benefició al ejercicio de sus pinceles en el plano del respeto y las finanzas. Ambicioso y práctico, logró alcanzar un alto nivel de vida y una consideración de gran señor de la pintura fue ennoblecido por Jorge III, lo que no consiguieron ni Gainsborough, su principal competidor, ni otros muchos colegas, sintiendo en derredor la estima general y convirtiéndose en algo parecido a la primera eminencia de un principado de las artes.
Joshua Reynolds y su cambio del estudio de Thomas Hudson a Italia
Joshua Reynolds nació en el seno de una familia de clase media sin bienes de fortuna. Su padre, el reverendo Samuel Reynolds, había estudiado en la Universidad de Oxford y era, por entonces, el director de la grammar school del lugar.
El futuro maestro de la pintura no fue precoz y hasta los diecisiete años no pensó en dedicarse a los pinceles. Leyó el Tratado de Jonathan Richardson y se supone que su contenido, aparte de conducirle al mundo de las artes, le inspiró más tarde para preparar sus célebres discursos en la Royal Academy.
En 1740 marchó a Londres para formarse al lado del retratista más conocido, Thomas Hudson, junto al cual pasó tres años. Después, desde 1743 hasta 1749, año en el que inició su viaje a Italia, estuvo trabajando por su cuenta, tanto en su región natal como en la capital del reino.
Su clientela fue provinciana y para ella realizó sus primeros retratos, en los que se advierte la lógica influencia de Hudson y la más poderosa de Hogarth, aunque sin alcanzar la penetración de este último.
Son obras hechas con cierta rapidez, no muy importantes, en las cuales denota un interés progresivo por la pincelada rica y cargada de pasta, lo que deja ver su creciente adopción de una técnica vital y sólida.
Análogamente, en su ejecutoria se filtran conceptos extraídos de Ramsay, a quien más tarde rendiría tributo de respeto y admiración. Ejemplo de la producción de estos años es el Retrato del Teniente Roberts (1747, National Maritime Museum, Greenwich), aun cuando también pintó paisajes y algunas composiciones con figuras inspiradas en dibujos de Guercino, que había copiado en el taller de Hudson.
Durante los primeros meses de 1749 conoció al comodoro Keppel, hijo del conde de Alber- marle, con quien se embarcó en el Centurion rumbo al Mediterráneo.
Pasaron unos meses en Menorca, entonces posesión británica, donde el joven pintor retrató a los miembros de la guarnición de la isla, y en enero de 1750 la expedición zarpó en busca de los puertos italianos; ello permitió a Reynolds llegar a Roma, iniciando una estancia en la Ciudad Eterna y en otros lugares de las tierras de Italia que duraría alrededor de dos años.
Allí se sumergió en el mundo de la gran pintura que tanto anhelaba ver y estudiar y quedó fascinado por las obras de Miguel Ángel; de hecho le embrujó la tipología de la figura humana del Alto Renacimiento que, ya próximo a la muerte, elogió en su último Discurso como «el lenguaje de los dioses», habiendo siempre aconsejado cultivarla y apreciarla a alumnos, colaboradores e incluso oyentes.
Por el contrario, le costó esfuerzos llegar a descubrir los matices de Rafael, aunque finalmente pudo hacerse con sus principios fundamentales. Consagró a dibujar y copiar las esculturas del mundo clásico, así como numerosas pinturas que le atrajeron singularmente, desde Mantegna a Tiepolo, actividad que denota su interés por la calidad, independientemente de la época en que se produjese. Pero, no obstante tan productivos ejercicios, nunca llegó a dominar plenamente ni la anatomía perfecta ni los secretos de la perspectiva lineal.
Los círculos coetáneos de pintores romanos no le atrajeron; ni siquiera el mismo Batoni, tan de moda entonces, puesto que Reynolds opinaba que no aportaban nada nuevo. En cambio, en Florencia, se extasió ante la monumentalidad de Masaccio, en Parma cayó bajo la sugestión de Correggio y en Bolonia se aproximó al eclecticismo de los Carracci, cuyas ideas fundirá con elementos extraídos de Rubens y Rembrandt.
Por último llegó a Venecia, en donde, mal que le pesase reconocerlo, Tiziano le cautivó y a la larga influyó mucho en su proceso formativo. También indagó en la técnica de Tintoretto y, en general, el estilo ornamental de los venecianos se incardinó con fuerza en su expresión artística personal.
La consolidación de Joshua Reynolds
Entre tanto Reynolds conocía en 1753 a Johnson, el gran escritor, con quien mantendría una sólida amistad hasta su muerte en 1784. Merced a la protección de lord Edgcumbe retrató a los duques de Devonshire y de Grafton, a la vez que a otros conocidos e influyentes aristocratas, lo que cimentó su papel como artista mundano.
Pero la efigie que consolidó su reputación fue la de su amigo, el Comodoro Keppel, (1752-1753, National Maritime Museum, Greenwich), inspirada, en sentido inverso, en el Apolo del Belvedere romano.
Sobre un fondo de tempestad, con un mar embravecido, el marino con gesto decidido se yergue dinámico sobre los acantilados recorriéndolos con poderoso dinamismo, a modo de desafío a los elementos. La sabia combinación de luces y sombras, colores y detalles, logrando un escenario verosímil que respalda a figura del marino, célebre entonces por sus hazañas, ayuda a comprender la admiración que suscitaron obra y autor entre sus coetáneos.
No extraña, por tanto, que desde entonces Reynolds emplease hábilmente fórmulas similares, alterando sus componentes pero concediendo al paisaje una parte fundamental en el lienzo.
Así mostraba a los protagonistas en medio de una vegetación realzada por una fina luminosidad, evocadoras ambas del entorno de las magníficas mansiones donde habitaban aquellos.
Todo ello contribuyó a la creación de un nuevo estilo e indujo a más de un colega del artista a viajar también a Italia en busca de una formación semejante que le permitiese, al regresar, si no competir con éxito, cuando menos no quedar marginado, como había acontecido con la generación precedente que debió retirarse antes de lo que la edad hacía aconsejable.
De este periodo son algunos cuadros singulares como Lord George Greville (1754, colección privada, Nueva York), Lord Cathcart y Lady Cathcart (City Art Gallery, Manchester), el pintoresco Peter Ludlow (1755, Marqués de Tavistock), el Vizconde Milsington (1759, colección privada), Kitty Fisher (1759, Petworth), el grupo inacabado pero pleno de atractivo Mrs. Spencer y su hija (1759, Chatsworth), o el lisonjero y formidable Duque de Cumberland (c. 1759, Chatsworth), en el que Reynolds disimula con suma habilidad la corpulencia del modelo.
De todos modos, siempre tuvo presente que al efigiar a intelectuales no podía emplear métodos similares a los utilizados para la alta sociedad y desplegó recursos que casi pueden calificarse de subterfugios, como en el singular retrato de Laurence Sterne (1760, National Portrait Gallery, Londres), en el momento de mayor éxito de su Tristram Shandy.
La figura, compuesta de manera muy sobria, muestra a un personaje tenso, agudo, inquieto, con un aire perverso muy singular, que no se capta en otras efigies de filósofos o escritores, como la del Doctor Johnson (1756, National Portrait Gallery, Londres), grande, pesado y melancólico, aunque reflexionando, recién acabado su Diccionario.
En ambos casos, contrapuestos en cuanto a carácter e idea, se advierte una intención precisa, apoyada en lo literario próximo más que en lo mítico lejano, como si la tarea de los retratados fuera el mejor aval para hacer pasar sus efigies a la posteridad sin desgaste estético, a manera de «clásicos del presente».