Francisco Goya (1746-1828), que se estudiará pormenorizadamente en el volumen dedicado al siglo XIX, empieza a mostrar el cambio que le convierte en pintor a partir de 1779, cuando realiza los cartones para el dormitorio de los príncipes de Asturias en El Pardo.
Biografía de Francisco Goya y Lucientes
El artista inhábil se transforma al entrar en contacto con los temas madrileños: la Feria de Madrid, el Juego de la pelota a pala, pero, sobre todo, la decoración de la ermita de San Antonio de la Florida.
Goya deja la pintura de cartones, algo que fue causa de numerosos problemas personales, para mostrarnos cómo se ha convertido en alguien dueño de sus medios técnicos con un lenguaje propio, tal y como lo expresa a través de su sentido del color, lejos del academicismo grandilocuente.
Han querido ver en la bóveda de la ermita un eco del Tiepolo del Salón del Trono del Palacio Real, pero la pintura de Goya es algo muy distinto. Ni la manera de distribuir sus figuras ni el sentido espacial ni el color tienen demasiado que ver con el veneciano. Quizás sí en el dominio de la técnica, que hace que sus fres- cos del Pilar parezcan la obra de un principiante.
Goya es genio tardío, de maduración lenta; es sólo ahora cuando lo visto en Italia empieza a dar sus frutos, cuando tras el contacto con el infante don Luis en Arenas de San Pedro ha empezado a dominar la luz, a transformar sus modelos, muñecos, en personas, a entender e interpretar el paisaje en función del ánimo y a reforzar la expresión de éste gracias al color.
La escena, que la hagiografía sitúa en Lisboa, Goya la traslada a Madrid y son sus gentes a las que ahí vemos inmersas en una atmósfera que ha extraído no sólo de los viejos maestros, sino de la naturaleza real, de algo que ha sabido captar por vez primera en Arenas de San Pedro.
Grises, blancos, platas, azules y verdes atrevidos, bermellones y carmines, disonantes amarillos, dan vida a unas figuras que juegan en un espacio engañoso.
Esa baranda que limita la media naranja sobre la cual se apoyan las figuras y que es sostenida por unos seres celestes y madrileños a los que Lafuente Ferrari motejó de «ángelas», debido a su femenil encanto, y es la gracia femenina la que preside el paisaje de Madrid en una de sus representaciones más emblemáticas, la de la Pradera de San Isidro.
Podemos ver en este pequeño cuadro la diferencia de talante entre el aragonés y José del Castillo. Si el madrileño había centrado su atención en un grupo enmarcado en una arboleda, Goya hace de Madrid la protagonista en esta vista que trae a la memoria su origen medieval y defensivo.
Es el «Madrid castillo famoso» que cantara Nicolás Fernández de Moratín. El Nuevo Real Palacio sustituye al viejo Alcázar de los Austria, ese edificio desaparecido por obra del fuego, purificado así de sus imperfecciones contra las cuales había luchado durante siglos.
Obras, acomodos, reordenaciones que no acabaron por darle la regularidad que él pretendía. Calzado sobre un cantil que se despeña hacia el Manzanares, el ridiculizado aprendiz de río al que sólo «la fuente segoviana» engrandece.
Gracias a Juvarra, a Sacchetti y a pesar de Sabatini y de Carlos III, la masa blanca de Palacio se impone a Madrid. Es todo un símbolo de cambio y permanencia, de una monarquía compuesta por estados que ha sido sustituida por otra unitaria arropada por un mismo pueblo.
Unos madrileños que, tras enfrentarse a la política modernizadora de Carlos III, han acabado por hacerle suyo para integrarle en una ciudad que él rehúye. Sólo Madrid es Corte pero… ¿Qué sería Madrid sin ella?