Tabla de Santo Domingo de Silos

Tabla de Santo Domingo de Silos, 1464-1477, pintura sobre tabla, 242 x 130 cm, Museo del Prado. El cinco de septiembre de 1474 el pintor, ciudadano de Daroca, firma contrato para la construcción y pintura del retablo mayor de la iglesia de Santo Domingo de aquella ciudad, contrato que le exige que la calidad del citado retablo, pintado al óleo,  sea igual al de la Piedad en posesión del mercader Juan de Loperuelo.

Santo Domingo de Silos - Bartolomé Bermejo

La tabla central, que de su lugar de origen pasó al Museo Arqueológico Nacional  antes de ser depositada en el Museo del Prado,  es lo único que se conserva de la obra. En ella, según el contrato debía figurar «la imagen de señor Santo Domingo, como obispo, sentado en una silla pontificial de oro enbotido, y con las siete virtudes alrededor de la silla…»

La composición de la Tabla de Santo Domingo de Silos

La composición está dominada por una refinada suntuosidad. Los oros dejan traslucir  las calidades de las maderas del trono y de la tarima poligonal sobre la que descansa.

Una cenefa de marqueteria ajustada a una precisa disposición geométrica recorre el respaldo y la base. Se diría que Bermejo ha querido rendir tributo al arte mudéjar aragonés,  que en Daroca tiene no sólo uno de los principales centros, sino uno de los ejemplos más significativos : la propia torre de la iglesia dedicada a Santo Domingo de Silos. 

El modelo de la arquitectura gótica es, sin embargo, el que Bermejo adopta para la ejecución de las tracerías que decoran el sitial y los ornamentados cuerpos rematados por pináculos que lo flanquean.

La disposición del conjunto, con clara ordenación simétrica, se resuelve más en superficie que en profundidad, aunque no puede decirse que Bermejo se desentienda del sentido espacial que logra utilizando con corrección la geometría y la luz, que dan volumen y presencia a los elementos arquitectónicos y a las figuras, de igual modo que las dan las abundantes sombras, como la del báculo en la tarima.

El rostro del abad, que ha interrumpido la lectura de un libro que tiene entre sus manos para mirar frontalmente al espectador, resulta impresionante en medio de la abundancia decorativa del trono y de su indumentaria. Sus rasgos, lejos de la idealización de lo s del arcángel del retablo de Tous, comparten el realismo de la figura de un donante.

Su penetrante mirada, su nariz alargada, los labios carnosos, la papada y las arrugas que dibujan simétrica y geométricamente los años, parecen corresponder a los de un personaje vivo.

La minuciosa representación de los cabellos blancos que escapan de la mitra y los pelos de las  cejas, e incluso los que asoman en la barba, no logran distraer el interés de Bermejo por la creación de un rostro de una gran fuerza expresiva, cuyo modelado escultórico, conseguido a través de suaves sombreados, se extiende a las manos.

La imitación verista de los costosos y variados tejidos de la indumentaria del silense, en su caída,  rehuyen aparentemente la disposición simétrica  para equilibrar la encorvadura del báculo inclinado hacia la derecha. En ese cetro del poder religioso, el velo transparente que rodea la vara confirma el virtuosismo de Bermejo y su claro dominio de las técnicas flamencas.

El blanco de la camisa que viste el santo, el color vino del terciopelo de la dalmática, el verde adamascado del revés de la capa fluvial, los motivos florales del derecho y las franjas bordadas con figuras de santos de los bordes, conforman el contrapunto cromático de los oros.

En contraste con la severidad del santo, las virtudes teologales dispuestas en el respaldo de la cátedra  y los cardenales, cobijadas bajo los pináculos laterales, exhiben un  repertorio de graciosas y elegantes figuras femeninas de gran vivacidad y rico cromatismo en las vestimentas.

En esta tabla, Bermejo convierte la figura del santo benedictino en un solemne abad mitrado que ostenta el báculo insignia de su vigor y su poder siguiendo lo que la Iglesia recuerda a los obispos y abades cuando, en el momento de su consagración,  se les hace entrega del báculo para que sean piadosamente severos en corregir los vicios, juzgar sin ira y alentar los ánimos de las virtudes.