A lo largo de su carrera, ciertamente extensa y prodiga en obras y en contactos, Rubens cultivó muchas veces el retrato.
Comentario de la obra «María de Médicis, reina de Francia» de Pedro Pablo Rubens
En 1603, en su primer viaje a España, realizó el del Duque de Lerma, la obra más antigua de su mano que posee el Prado, en la cual procuró dar lo mejor suyo para, como él mismo dice, «ser conocido» en España. El Museo guarda algunos otros retratos de fechas posteriores, en diversos momentos de su vida y ante distintos clientes.
Quizá ninguno iguale, como pura pintura, a éste, soberbio, de la reina de Francia María de Médicis, a quien conocía bien pues en 1620 le había encargado la fastuosa serie de lienzos, que hoy guarda el Louvre, con historias de su reinado para el palacio del Luxemburgo.
El retrato se pintaría hacia 1622 y quedó en la colección del propio pintor, en cuya almoneda se compró. Es muy probable que esta obra, espléndida de vivacidad y libertad admirables, con simplicidad y gravedad casi velazqueñas, esté sin concluir.
De hecho, no cabe concebir un retrato real con un fondo impreciso, apenas manchado, como el que aquí se muestra. Si se compara con el retrato de Ana de Austria, de análoga composición y espíritu, puede verse cómo un fondo de arquitecturas y rico cortinaje subraya el carácter oficial del retrato, obra sin duda de algún discípulo especialista en ese tipo de trabajos.
Este, por alguna circunstancia que ignoramos, quedó milagrosamente tal como Rubens lo esbozara, y nos trasmite así una visión directa y palpitante de la hábil y enérgica reina de Francia, como ningún otro retrato logra hacerlo.