Hacia 1657, óleo sobre lienzo, 83 x 65 cm, Gemaldegalerie de Dresde.
En el siglo XVIII, época en la que entró en las colecciones del elector de Sajonia, se mantenía que este cuadro era obra de Rembrandt; después se le atribuyó a Govaert Flinck, discípulo suyo, y luego al pintor intimista Pieter de Hooch, que vivió y trabajó en Delft desde 1654. Por fin, en 1682, la pintura fue definitivamente atribuida a Vermeer.
La escena se compone de pocos elementos: junto a una ventana abierta, una muchacha lee una carta y su rostro absorto se refleja en el cristal. A su alrededor, el espacio está delimitado por una pared clara, en la cual se refleja la luz que entra de fuera, y por los objetos que delimitan el primer plano.
En éste se ha colocado una mesita cubierta por un tapete oriental; este recurso compositivo, adornado por un fragmento de naturaleza muerta, está también presente en «La alcahueta» y en la «Joven dormida».
A la derecha, Vermeer introduce un cortinaje verde, artificio ilusionista que figura en algunas obras de otros grandes maestros holandeses, entre ellos Rembrandt.
Los análisis radiográficos han puesto de manifiesto arrepentimientos, el más significativo de los cuales es la eliminación de un cuadro con un amorcillo que originariamente estaba colgado en el fondo. El asunto y la atmósfera relacionan esta obra con algunas de Ter Borch, con el cual se sabe que Vermeer tuvo contacto.
El artista muestra aquí una sensibilidad más marcada que antes por el uso de la luz, que se convierte en uno de los rasgos estilístivos de mayor relieve; la crítica sostiene que en ello influyó el estudio de los cuadros de Carel Fabritius, que a menudo hizo uso de fondos luminosos.
También la técnica pictórica muestra importantes novedades, que preludian los posteriores progresos; en el corpiño de la muchacha y en las telas del primer plano los realces luminosos se ejecutan con toques puntiformes de color claro, a veces muy densos. Esta técnica refleja un lejano ascendiente rembrandtiano.