En 1505 Miguel Ángel fue llamado a Roma para trabajar al servicio del papa Julio II (Giuliano della Rovere), recibiendo un encargo muy poco adecuado para un escultor que gustaba de trabajar el mármol: pintar la bóveda de la Capilla Sixtina.
Su objeción de que «la pintura no es mi arte» no sirvió de nada ante la terca insistencia del papa.
Pero, como le ocurrió con muchos encargos que inicialmente se resistió a ejecutar, tan pronto como se puso manos a la obra desplegó una inmensa energía y fuerza creativa para llevarlo a cabo, cosa que hizo de manera espectacular.
Durante cuatro años (1508-1512) luchó con las múltiples dificultades que comportaba pintar los aproximadamente 900 metros cuadrados de una bóveda sumamente irregular.
«En el principio Dios creó los cielos y la tierra…y el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas. Y dijo: «Hágase la luz»; y la luz se hizo» (Genesis, 1, 1-3).
Las palabras del Génesis, primer libro de la Biblia, desfilan con majestuosa dignidad por la mente cuando alguien contempla la bóveda de la Capilla Sixtina, una de las más grandes obras de arte que la Humanidad ha creado a lo largo de la historia.
Nadie olvida la experiencia de atravesar la pequeña puerta para entrar en el vasto recinto de la Capilla Sixtina y dirigir indefectiblemente los ojos a lo alto.
Hasta la década de 1980, la bóveda de la Capilla Sixtina fue elogiada sobre todo por la densidad y diversidad de su repertorio figurativo.
Tras la limpieza de la bóveda, buena parte de los debates se ha centrado en el uso del color por parte de Miguel Ángel, que para la mayoría ha sido una agradable sorpresa y para algunos un shock.
Los brillantes tonos, los colores cambiantes y las inesperadas yuxtaposiciones cromáticas contribuyen a crear el equivalente visual del sonido polifónico , pero también ayudan a ver los frescos desde cierta distancia.
Con la luz natural del día los colores de la bóveda, una vez limpiados, son profundos y resonantes, y las formas, imponentes, majestuosas, tridimensionales.
Cuando canta el coro de la Sixtina en la capilla, sus voces angelicales constituyen el complemento perfecto del esplendor pictórico de Miguel Ángel.