Como lo hace patente la fortuna crítica, empezando por la biografía ejemplar y apasionada redactada por el canónigo Carlo Cesare Malvasia («Vite dei Pittori Bolognesi», 1678), sólo los superlativos y las imágenes más inspiradas parecen adecuados para hablar de Guido Reni, del artista y del nombre, de los acontecimientos de su vida y de sus obras.
Biografía de Guido Reni
Durante nueve años Guido frecuentó el taller de Calvaert, pintor manierista de renombre y activo desde hacía tiempo en Bolonia, y se ejercitó, junto a sus compañeros Albani y el Domenichino, sobre modelos singulares de Rafael, Durero y de la tradición nórdica, filtrados de manera elegante por el maestro.
Pero lps tiempos habían cambiado, y en aquellos primeros años ochenta del Cinquecento la innovación la constituía en Bolonia todo lo propiesto por los Carracci, empeñados, a través de la actividad didáctica llevada a cabo por su Accademia degli Incamminati, a superar los vínculos cada vez más asfixiantes del manierismo.
Si bien la relación con Annibale Carracci no fue de las mejores, Ludovico no tardó en darse cuenta de las cualidades excepcionales del joven, modelo de ángel ideal, entre otras cosas, por su refinada belleza.
A través de la lección de Ludovico, se le reveló el arte véneto en su plenitud, del mismo modo que la pintura dorada del Correggio y las formas refinadas del Parmigianino alcanzaron un significado intenso y actual.
La primera constancia que se tiene de la madurez de Reni se sitúa en la estela del camino abierto por los reformadores del arte boloñés: se trata del retablo que representa la «Asunción de la Virgen», pintado para una iglesia parroquial.
La Asunción de Guido, circonfusa de luz divina, es de una bellleza perfecta y distante, tan propia de la humanidad terrenal como de la dulzura materna de las vírgenes de Ludovico.
Es el resultado de una estética profundamente diferente, que retoma el discurso en donde lo había interrumpido Rafael, el maestro del ideal, de la naturaleza seleccionada y fijada en sus formas más selectas.
Este universo intacto e intangible es el que persiguió Guido Reni con una determinación cada vez más desesperada, a lo largo de su extraordinaria actividad.
En 1598 aceptó la invitación del cardenal Paolo Sfondrato de desplazarse a Roma. El «Martirio de santa Cecilia», la «Coronación de la santa y de san Valeriano», la «Santa Apolonia» y la «Santa Catalina», junto a otras espléndidas medias figuras de santos, dan testimonio del esfuerzo prodigado por el artista para el ilustre comitente antes de regresar a su tierra, en 1604.
Allí lo requirió Ludovico para realizar con los antiguos compañeros de la Accademia la decoración del gran claustro octogonal de San Michele in Bosco.
Pero la corte vaticana vuelve a reclamar al pintor, y el cardenal Aldobrandini le encarga el gran retablo para la iglesia de san Paolo alle tre fontane, con el tema de la «Crucifixión de san Pedro», que tenía, no hay que olvidarlo, el extraordinario antecedente de la pintura realista de Caravaggio, de gran resonancia en Roma.
La muerte de Clemente VIII, en la primavera de 1605, abre un período de incertidumbre para el artista, que coincide, a su vez, con el oscurecimiento de la fama del cardenal Aldobrandini.
La dificultad de las relaciones con el grupo consolidado de pintores boloñeses reunidos en torno a Annibale, de quien las fuentes dan testimonio de una antigua antipatía hacia Reni, complica aún más la situación, que mejora en poco tiempo con el inicio de los trabajos para el cardenal Borghese, el futuro Pablo V.
Para la residencia privada del pontífice, el artista realizó dos series de frescos que presentan paralelos entre el tema representado -las Virtudes de Sansón y los Misterios de la Iglesia-, con el contexto de la época y los comitentes.
En las decoraciones ejecutadas para los ambientes conocidos como la Sala de las Damas y la Sala de las Bodas Aldobrandini, llevadas a cabo durante 1608, las sugestiones culturales varían y se diversifican: desaparecido cualquier recuerdo de Caravaggio, destacan ahora , en el tejido de belleza idealista de origen rafaelesco, las elegantes formas del Parmigianino en los frescos de la Staccata, y los más recientes del Caballero de Arpino y de Rubens.
De regreso a Bolonia acepta numerosos encargos, para reforzar con tales motivaciones externas su resistencia a ceder a la llamada de Roma. Intolerante con el ambiente de los cortesanos y las interferencias de los funcionarios papales, Guido Reni, consciente de su valía y de la importancia de su arte, se muestra más fácilmente arrogante que respetuoso.
Y si los contemporáneos atestiguan un carácter huraño y difícil, hipersensible y con tendencia a la melancolía, el hecho de que tuviera comportamientos desdeñosos o irritantes con sus comitentes nobles se ha de imputar a una profunda consciencia de su magisterio, que legitima con la excelencia intelectual y creativa una dignidad absoluta, que no está sujeta a límites ni tiene discusión.
Algunas obras importantes fueron, además de las ya mencionadas: «La matanza de los inocentes», para el altar de la iglesia boloñesa de San Domenico; la «Gloria de santo Domingo»; el monumental «Retablo de la piedad» , para la iglesia de los Mendicantes; la «Virgen del Rosario», ex voto encargado por el Senado en 1630 para agradecer a la Virgen que hubiese puesto fin al flagelo de la peste que había asolado la ciudad; y las fábulas mitológicas de «Atalante e Hipómenes» (1616-1618 en sus dos versiones: Museo del Prado y Galerías Nacionales del Capodimonte, Nápoles).
Alrededor de los retazos de paraíso pintados por Reni durante los últimos años de su existencia, se impone la realidad de las estancias desnudas de la casa-taller, de una pobreza verdaderamente monástica, como atestigua el deconcertante inventario de sus bienes, redactados después de su muerte.
Sólo pinturas, dibujos y materiales pictóricos poblaban la soledad de Guido, como fantasmas, ecos lejanos, recuerdos de visiones mucho más vívidas y precisas. Sus ojos se cerraron por última vez el 18 de agosto de 1642.